En 1854, Francisco Zarco recomendó perderse entre las muchedumbres como una forma de combatir el tedio: caminar sin dirección, olvidar la última sensación al recibir otra nueva, observar un rostro que no se volverá a encontrar jamás, “descubrir pequeñas maravillas que –en las ciudades que conocemos de memoria— por lo general nos han dejado siempre indiferentes”.
Llego de ese modo a la parte trasera del Palacio Nacional: la cara oculta de la sede del poder, que no sale en las películas, ni aparece en las postales. La cara que desprecian siempre los fotógrafos de la ciudad.
En un edificio que no ha dejado nunca de sufrir modificaciones (el tercer piso es apenas de 1926), la cuarta cara olvidada del Palacio se mantiene prácticamente intacta desde 1789. Es la parte más vieja, la más antigua del recinto.
Los especialistas la llaman “fachada Constanzó”, pues fue construida por un ingeniero militar apellidado de ese modo. En el último tercio del siglo XVIII, bajo las órdenes del virrey Revillagigedo, Miguel Constanzó diseñó, entre otras cosas, la fortaleza de estilo militar que conocemos como La Ciudadela.
A Zarco no le faltaba razón. Caminar sin rumbo nos hace ver las cosas como por vez primera. La fachada Constanzó aparece de pronto en Correo Mayor con una animada serie de altorrelieves que representan cupidos, guirnaldas, instrumentos musicales.
Aquel baile sorpresivo de figurillas contrasta con la monotonía horrenda del muro principal. Constanzó andaba en plan alegre. Y sin embargo, imprimió al edificio un aire de autoridad, una forma de lo inexpugnable que no había tenido nunca antes.
El cronista Francisco Sedano afirma que, antes de la llegada de Revillagigedo al virreinato, el Palacio era una suerte de gigantesco patio de vecindad. Por más increíble que parezca, las oficinas de gobierno convivían con bodegas de fruta, con fondas, panaderías, almuercerías, expendios de pulque ¡y hasta un billar!
Sedano afirma que los vagos y los borrachos solían quedarse a dormir en los corredores bajos del Palacio; que los perros callejeros deambulaban por los patios, como si estos fueran extensión del tianguis que había en la plaza.
Los virreyes entraban y salían en sus carrozas doradas, en medio de aquel muladar. Por las noches, atraídas por los soldados de la guardia, las prostitutas llegaban a oficiar. Cuando Revilligedo decidió remozar aquel chiquero, correr a los mercaderes del templo, el edificio llevaba un siglo en el abandono. Miguel Constanzó recibió la misión de otorgarle dignidad. Fue una dignidad atemorizante.
En el siglo XIX, Francisco Zarco advirtió que el Palacio Nacional se había despojado de su viejo aire de muladar, aunque había quedado fuera por completo del alcance de la gente. Totalmente aislados, los presidentes estaban condenados a vivir como presos: “Uno que otro suele dar audiencia al empezar a gobernar; después se cansa de oír la misma cosa, y se declara incomunicado. El público sólo tiene libre acceso a ver al presidente, cuando éste se muere”, escribió Zarco.
Un simple guiño arquitectónico había hecho nacer la ciudad burocrática. El Palacio se quedó sin comerciantes, pero se convirtió en reducto de escribientes, mecanógrafas, inválidos, archivistas, empleados cesantes, militares dados de baja y truchimanes de toda laya, que andaban a las busca de algún cargo.
Ahí, escribe Ciro B. Ceballos, se gestionaban favores, servicios, negocios, concesiones, pensiones y jubilaciones. Diariamente se recibía la visita “de gente desahuciada de todo, de la familia, de la fortuna, de la salud, del amor”. El cronista Ángel de Campo consignó esta pregunta:
“--¿Y diga usted, el Sr. Ministro tiene cara de recibir hoy?”.
La arquitectura expresa la cara del poder. Esto queda más claro que nunca en la fachada Constanzó. El pasado, sin embargo, suele sobrevivir en astillas. Un siglo después de Revillagigedo, Ángel de Campo halló en el Palacio un rescoldo de los tiempos idos. Al salir de la secretaría en la que trabajaba, escribió:
“El portero declaró suyo el patio. Pone a secar su ropa bajo no importa qué pilar, sus gallinas se meten a las secciones o las clases, su esposa lava a la vista de todo el mundo, se tienden colchas en los corredores y no es raro que un borrego o un gallo interrumpan el silencio burocrático a la hora de la escolta”.
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