“Cuente hasta diez mientras respira lenta y profundamente”, decía la voz en off de una serie de anuncios viejísimos, cuyo objetivo era disminuir la violencia familiar en los años 80. Los actores eran malos, pero el parlamento tranquilizador se quedó en la memoria de mucha gente que, como yo, sigue recurriendo a él en momentos de ira.
“Cuente hasta diez” es una frase que me ha librado de muchos problemas, aunque a veces tengo que contar, por lo menos, hasta el 30 y respirar muy lentamente. A eso le he añadido una sonrisa (o una mueca que intenta ser sonrisa). Verán: hace poco leí que cuando uno sonríe, aún sin motivo, se mueven ciertos músculos de la cara. Éstos activan un mecanismo que libera endorfinas y contribuye a mejorar el ánimo. Así que a mis conteos y respiraciones añadí una sonrisita. Ligera, sí… y también algo fingida. Pero como dice mi amiga Roberta: Fake it until you make it!
Total que cuento hasta diez, respiro, hago sonrisita de buda iluminado, cierro mis ojos para buscar ese destello de tranquilidad en alguno de mis chakras… Pero cuando se trata de ESE compañero del trabajo cuyo nombre no puedo ni pronunciar, en vez de encontrar un destello de paz en mi interior, me encuentro con un incendio.
ESE compañero de trabajo tiene buenas intenciones, pero es algo torpe y está desactualizado. Tiene dos defectos: siempre quiere quedar bien con sus superiores a costa de lo que sea, y es primo del dueño. Antes no me importaba, hasta que nos asignaron para trabajar juntos en un proyecto. Ahora, para dárselas de Juan Sabelotodo, el compañero me hace quedar como una verdadera tarada ante los supervisores. Solución: ajo y agua (ajoderse y aguantarse).
Para no amargarme la vida, me hice un cocowash. He optado por pensar que el trabajo es una escuela, un entrenamiento –sadomasoquista, por cierto, pero nada dura cien años–. En ese escenario, mi compañerito indeseable es algo así como un maestro, un “anticoach” que, al final del día, me hará ser mejor persona.
A veces toca aprender a la mala, pero es lo que hay por el momento. Una tiene que entrenarse a diario para defender el trabajo con argumentos sólidos y documentos que no distinguen parentescos, hay que mantenerse objetiva aún en situaciones que normalmente serían una horripilante experiencia de “lo humano”. Quiero creer que en cada discusión, en cada reto, en cada experiencia, hay una lección por aprender; y con esa actitud uno dejará de ver al otro como un indeseable enemigo y lo concebirá como un extrañísimo sensei del mundo bizarro que vino a enseñarme una lección. Claro, uno quisiera que la vida estuviera llena maestros como el famoso “Oh-captain-my-captain”, protagonista de La sociedad de los poetas muertos.
Pero también hay maestras amorosas que nos invitan a tomar el té cuando entramos en crisis y nos iluminan el camino con sus experiencias. Por ejemplo, mi amiga Roberta siempre me saca del hoyo cuando comparte conmigo lo que aprendió en su clase de Kabbalah. Y la Pelirroja, ella me enseñó a ver que esos seres “del lado oscuro” pueden enseñarnos valiosas lecciones. Tiempo después de superar la depre por su separación, me dijo un día con los ojos chispeantes de lucidez: “Ahora sé por qué la vida me mandó ese marido del que me enamoré y al que ahora intento olvidar. La vida me ha enviado al mejor maestro, al más cruel de todos para que, sin andar tropezándome con otros hombres, comprenda de una sola vez de qué se trata la vida en pareja, el amor, las relaciones, el dolor, la alegría… Ahora, ya sin rencor, puedo sentirme agradecida con la vida por esta lección.” (Gulp!)
Comentarios
Publicar un comentario